lunes, julio 30, 2012

Estampas de Calcuta

Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y seguramente es verdad. Pero hay imágenes que no se pueden fotografiar; aunque se haga, no comunica lo mismo que la visión de la imagen real. Y esas imágenes sin fotografíar, ¿cómo transmitirlas sin palabras?

Ay, las palabras, las palabras...

Así que he decidido empezar una nueva "sección" de mi blog, Estampas de Calcuta, cuyo propósito enseguida podréis adivinar tanto por el título como por mi introducción de hoy.

El metro es uno de esos lugares en los que está prohibido hacer fotografías, pero aunque una las hiciera,  esas fotos se quedaría cortas, escasas, incompletas. 

El metro es un lugar interesante. Bueno, esto no es cierto: el lugar no es lo interesante, sino la gente en el metro es la que es interesante. Diréis que la gente del metro es la misma que la de fuera del metro, y no puedo negar esto: pero en el metro, puedo observarles con calma (¿qué otra cosa hay para hacer en el metro que no sea mirar a la gente?), su comportamiento, sus caras cuando hablan con alguien o cuando no hablan con nadie (cosa que fuera del metro no suele suceder).

Hoy, por ejemplo, cuando volvía a casa después de la clase de hoy, en frente de mí estaba un matrimonio indio con un niño pequeño, de unos cinco años. Me fijé en la mujer, en su manera de taparse con el sari todos los trozos de piel visibles en cuanto entró en el metro, siguiendo a su marido, con el niño a sus pies. Era una mujer muy alta, con el pelo muy negro apretado en un moño, con la piel también oscura, ojos profundos como todos los indios. Tenía una mandíbula cuadrada llena de determinación, y un rostro rectangular, fuerte. Emanaba fuerza y carácter. Pero sus ojos eran dulces, un poco ensimismados, más infantiles que el resto de su cuerpo. Miraba sus manos, sujetando a su hijo, y parecían viejas, al igual que su piel. No cuadraban con esos ojos jóvenes.

El marido era pequeñajo, consumido, y caminaba encorvado. Tenía una calva ya notable, pero un bigote resplandeciente. Vestía una camisa azul a rayas y unos pantalones grises viejos, demasiado largos para su baja estatura. Era bastante más viejo que su mujer.

Entonces me fijé en el chaval, de unos cinco años. No se parecía a ninguno de los dos, excepto en los ojos, y tenía las pestañas más largas que he visto nunca. Vestido como el padre, pero con unas deportivas chiquititas, era un pequeñajo muy enérgico. No paraba de moverse, gesticular, hablar con sus padres, mirar a todas partes y hacer muecas. Es el primer niño indio al que veo activo en el metro, y el primer niño indio al que veo hacer muecas, ya sea en el metro o en la calle. Normalmente los pequeños indios son tan tranquilos y miran al mundo con esos ojos enormes, llenos de calma, que no parecen niños. Este, sí.

Si el niño tenía unos 5 años, ¿cuántos tendría la madre? Parecía mayor, pero sus ojos la delataban; y la edad de su hijo también, Imaginé que si se casó a los 25, como muchas indias, ya que es una edad un poco límite para las chicas, y ya habían pasado cinco años desde entonces al menos, debía tener unos 30 o 32. Sin embargo, parecía de 40 años. Y el padre, diez años más, mínimo. Quizá no era el primer hijo, pero aunque tuvieran más más mayores, aquella mujer no podía ser tan vieja. Ella no llevaba mucho oro, apenas un collar (el mangalsutra), y un par de pulseras entre los conjuntos de pulseras rojas que le adornaban las muñecas. Al principio pensé que sería bengalí, pero no eran las mismas pulseras que llevan las mujeres casadas bengalíes. Y tenía unos anillos en los pies, y me he dado cuenta de que las mujeres bengalíes casadas no los llevan. Además, su sari era de tela sintética y bastante feucho: hasta las bengalíes más pobres llevan saris más coloridos y bonitos que ese, y normalmente nunca usan una tela sintética, sino algodón. Los hombres son más o menos iguales así que es difícil adivinar, aunque algunos tengan una cara muy bengalí.

Entonces me quité los cascos (acostumbro a escuchar música en el metro, sobre todo a la vuelta del trabajo, para empezar el relax) y escuché que no hablaban bengalí, sino hindi. Bien, pensé, mis suposiciones eran acertadas. Seguramente serían biharis, que son la comunidad hindi-hablante que más abunda en Calcuta, además de los marwaris, pero esos son harina de otro costal.

La madre sonreía como una jovencilla de 20 años a las palabras de su hijo, que era toda una revolución de personaje, y pensé que cuando él se hiciera mayor, no adoraría a nadie como a su madre. ¿Cuántos años tendría ella entonces? Los veía delante de mí con veinte años más, la mujer ya más gorda y ajada, con el mismo sari, el hombre más cansado y con más canas, más encorvado aún. Y el niño ya no niño, sino hombrecillo, ayudando a su madre con la bolsa y hablándole de los precios de las cosas en el mercado, porque sabe que es un tema que a ella le importa y del que le gusta quejarse.

Después de salir del metro me fui a tomar un té a un sitio que sé que está abierto después de las ocho (que no todos lo están), que es tranquilo y donde me puedo sentar: en el callejón al lado del centro comercial y tienda de ropa que hay cerca de mi casa. Allá fui, y nada más pedir el té y sentarme en el banquito, salieron de la puerta trasera del centro comercial un montón de chicos jóvenes, cinco o seis: cuatro de ellos llevaban a otro, altísimo y delgadísimo, en los brazos. Lo metieron en un taxi que estaba en la misma puerta, y que me había extrañado que estuviera allí, pero al que no le había dedicado ningún pensamiento más.

El chico larguirucho debía estar inconsciente. Los jóvenes hablaban excitados. Todos, incluido el inconsciente, vestían la misma ropa: camisa negra brillante, pantalones y cinturón negros. Eran los dependientes de la tienda de ropa. Hablaban en hindi y bengalí, aunque no pude entender ni palabra de lo nerviosos que estaban. Dos se metieron en los asientos de atrás del taxi, con el desmayado en el regazo. Otro vino corriendo con el casco de una moto. Otro hombre, más mayor y con otro uniforme, que parecía su jefe, les daba instrucciones. Todos asentían. Mientras, otros chicos y hombres que habían estado mirando la escena, se acercaban a enterarse, a preguntar qué pasaba, con cara de preocupación. No era curiosidad, era preocupación, o eso me parecía leer en sus rostros. Sorpresa y preocupación, aunque aquel chico inconsciente no fuera un conocido suyo.

Por fin el jefe se metió también en el taxi, que desapareció: el otro chico de la moto les seguía. En la calle, algunos curiosos: entre ellos un chaval que parecía de primero de universidad, con camiseta morada de un grupo de rock, vaqueros, gafas de pasta y un pelo largo y rizado de esos que nunca han visto un peine, charlaba con uno de los dependientes vestidos de negro. Pronto apareció el hombre del té, y tomaron uno cada uno, mientras seguían charlando sobre lo que acababa de ocurrir. 

Me asombró la rapidez con la que tantos compañeros ayudaron al inconsciente, me sorprendió su nerviosismo, me sorprendió la repuesta de los hombres en la calle: ir a preguntar, preocuparse. Hablar. Pienso en cómo sería si eso mismo hubiera pasado en España, y me parece que ningún viandante o paseante se habría parado a preguntar, a preocuparse por la salud del chico, ni a charlar con alguno de los compañeros. 

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Escrito (y experimentado) escuchando:

Ekdin by Ornob on Grooveshark

jueves, julio 26, 2012

Ciudades visibles e invisibles

"Los viajeros regresan de la ciudad de Zirma con recuerdos nítidos: un negro ciego gritando entre la multitud, un lunático tambaleándose en la cornisa de un rascacielos, una chica paseando con un puma atado con una correa. De hecho, la mayoría de los ciegos que golpean sus bastones en las aceras de Zirma son negros; en cada rascacielos hay alguien que se vuelve loco; todos los lunáticos pasan horas y horas en las cornisas; no hay un puma que una chica no amaestre, por capricho. La ciudad es redundante: se repite a sí misma para que algo de ella permanezca en la mente.
Yo también estoy volviendo de Zirma: mis recuerdos incluyen dirigibles volando en todas direcciones, al nivel de las ventanas; calles de tiendas donde se pintan tatuajes en la piel de los marineros; trenes subterráneos abarrotados de mujeres obesas que sufren la humedad. Mis compañeros de viaje, en cambio, aseguran que sólo han visto un dirigible sobrevolando los tejados puntiagudos de la ciudad, solo un tatuador ordenando las agujas, tintas y dibujos en su banco, solo una mujer gorda abanicándose en el andén. La memoria es redundante: repite signos para que la ciudad pueda empezar a existir."
Italo Calvino, Las ciudades invisibles 

Las ciudades de Calvino son tan reales como imaginarias. Enfocando la idea de ciudad desde distintas perspectivas, sus relatos - quizá sea mejor decir descripciones, porque no hay una narrativa, una historia - son deliciosos y nos dejan la mente llena de imágenes y preguntas. ¿Qué se repite, la ciudad, o nuestros recuerdos? ¿Qué caracteriza a una ciudad? ¿Son todas distintas o son todas iguales?

Este de Zirma es uno de mis relatos favoritos del libro. Ahora, cada vez que lo leo, pienso en Calcuta. También pienso en las otras ciudades en las que he vivido, pero sobre todo, en Calcuta. En esta ciudad intensa y abarrotada, ¿qué es lo que destaca? ¿qué elementos se repiten, o repite mi memoria?

Quizá si yo fuera una viajera que hubiera estado poco tiempo en Calcuta, mi memoria registraría algunos elementos por encima de los demás. Pero después de tanto tiempo, y como aquí sigo, veo cada parte de la ciudad, cada calle, y en cada una hay un elemento diferente que ha dejado su huella en mi mente por encima de todos los demás. 

Así que voy a intentarlo con Bangalore. 

Todos los viajeros vuelven de Bangalore con recuerdos nítidos: un autorickshaw negro y amarillo como un escarabajo, que va a velocidades peligrosas; un conductor de autorickshaw que viste gorra de lana y cazadora de plumas en verano; un hombre y una mujer jóvenes, vestidos con un uniforme de pantalón o falda negros y camisa blanca, con su mochila negra a la espalda y su tarjeta de identificación de alguna empresa americana de software, esperando al auto a los bordes de la carretera; un hombre de cincuenta años y el pelo canoso, que conduce una scooter: en el manillar de su motocicleta lleva bolsas de tela sucia llenas de termos de leche, té y café, vasos de plástico y paquetes de galletas. De hecho, muchos de los autorickshaws de Bangalore son negros y amarillos; casi todos los conductores de autos llevan gorros de lana y cazadoras incluso en verano. Todos los hombres y mujeres jóvenes trabajan en empresas americanas de software y llevan todos idéntica ropa, en blanco y negro, mochila y tarjeta de identificacion colgada del cuello. Todos esperan los autos en el borde de la carretera, porque no hay aceras en Bangalore. No hay hombres del té que no vayan en moto; y todos llevan las mismas bolsas con los mismos termos y el mismo tipo de galletas Parle.

Entre mis recuerdos, se incluyen chicas tailandesas vestidas con minifalda entrando en las discotecas a las siete de la tarde; calles llenas de restaurantes que abren hasta más tarde del toque de queda y en los que hay que hacer cola para sentarse y cenar; tiendas de zumos donde meten el zumo en bolsas de plástico para los que se lo llevan a casa. 

No sé qué dirán mis compañeros de viaje...

sábado, julio 21, 2012

Palabrejas y palabrillas

Dicen por ahí que el bengalí es la lengua más dulce de India. No estoy en desacuerdo: en la mayoría de las palabras comunes abundan las consonantes sonoras, las bilabiales, y las nasales como b, d, p, m, n; además de muchas "sh".

Pero en mi humilde opinión, en bengalí no es solo una lengua dulce. Es una lengua graciosa y musical. Escucharla es como que te hagan cosquillas en el oído. Por ejemplo, la palabra "cosquillas": katukutu. Pero además de esa, que suena a la parte graciosa de las cosquillas, la parte de la risa, hay otra palabra también: shurshuri, que suena a la parte dulce y tierna del hecho de que alguien te haga cosquillas acariciándote.

El bengalí está lleno de palabras que riman consigo mismas, que son una anáfora en sí mismas. Me encantan, porque tienen poesía y ritmo. Entre esas palabrejas y la entonación del bengalí, parece música. Ya no somos los gallegos los únicos que cantan cuando hablan. 

Unos ejemplos ilustrativos:

taratari - rápido, pronto
kachakachi - "al ladito"
maramari - pelea, o para que en español no quedemos mal, yo diría "rifirrafe" (aunque quizá rifirrafe sea demasiado ligero para maramari) ^Efectivamente, tras comentarlo, parece que "rifirrafe" se diría hostahosti, y que maramari es una pelea ya en serio.
elomelo - desorden, lío
katakuti - el juego del tres en raya
chupchap - silencioso
majhe majhe - a veces
shokal shokal - temprano (en realidad, es la palabra "mañana" repetida...muy de mañana es temprano, sin duda)
Y tres que me encantan: tolmol (brilla el agua, reflejar), chokchok (despedir destellos metálicos) y jholmol (centellear los ojos). Sí, nosotros también tenemos palabras, pero son menos sugerentes al oído. O tal vez es que las tengo muy oídas. Es un poco como en japonés, donde las estrellas brillan con kirakira suru y las sonrisas (sí, las sonrisas) brillan con nikoniko suru.

Son mucho de repetir palabras para darle un énfasis al significado, como lo de shokal shokal. También tenemos: aste aste (despacito, poco a poco), dekhte dekhte (que viene a significar lo mismo que el anterior, aunque significa "mirando mirando"), hajar hajar (mil mil, vamos, un mogollón), y si sigo no acabaría nunca

En español también tenemos palabras graciosas de este estilo, como la de rifirrafe: batiburrillo (mezcla desordenada de cosas), pelele (tonto sin personalidad), guirigay (confusión ruidosa, griterío de gente), mequetrefe (persona inútil pero presuntuosa), tiquismiquis (persona muy remilgada, escrupulosa o maniática), cachibache (manera coloquial de llamar a un objeto cuyo nombre hemos olvidado o no nos interesa decir), recoveco (sitio escondido, difícil de encontrar)... Me gustan estas palabras rimbombantes.

Pero algo que no tenemos en español es la costumbre de los bengalíes cuando hablan coloquialmente de decir el nombre de una cosa, por ejemplo, agua (jol), y añadirle una especie de sufijo que rima con esa palabra pero que no significa nada: jol-thol. Y en lugar de decir, "dame agua" (jol deben), dicen "dame agua-pagua" (jol-thol deben). Yo es que me parto cada vez que lo oigo. Boi-toi (libro-mibro), poisha-doisha (dinero-linero), golpo-tolpo (charla-parla), cualquier palabra vale. 

Es una pena que no tengamos algo así en español (aunque me recuerda al uso que le damos a los diminutivos -ito/a, -eto/a, -uelo/a, etc). De todos maneras, esto me ha hecho recordar a los argentinos, a sus curiosas palabras (curiosas para mí, claro) y a su forma de hablar coloquial en la que le dan la vuelta a las palabras: en vez de decir "qué lío", tenemos "qué quilombo" y de ahí, pasamos a "qué bolonqui". Inventiva, que no nos falte.

viernes, julio 20, 2012

No nos podemos quejar...

Me debato entre si escribir esta entrada o no. Llevo días pensando qué pasa, qué pasa en España, qué pasa en Occidente. Me paso el día respondiendo a preguntas sobre la situación económica de Europa, de Estados Unidos, de Occidente, del "mundo desarrollado", como si yo fuera su representante o algo así, como si yo tuviera todas las respuestas. Pero solo tengo una: la cosa va mal, muy mal.

Económicamente, está claro que va mal. No sabemos dónde está el dinero, si es que alguna vez realmente lo tuvimos o era como lo de las preferentes, que figuraban en el activo de los bancos aunque no fueran dinero "real", en papel. Pero eso no es lo único que va mal. Otra cosa va mal, y me parece más preocupante, y es la pérdida de la calidad de vida (que no se mide en las cosas que podemos comprar y poseer, sino en las posibilidades de vivir la vida, de crecer y desarrollarte como persona).

Aquí en India me veo cada día enfrentándome a una calidad de vida mala en muchas cosas: ves a la gente sin absolutamente nada, o con muy poco, sin comida apropiada, ni condiciones de higiene y limpieza, ni servicios de salud, con lo que difícilmente pueden tener la energía necesaria para vivir bien. Pero tampoco tienen acceso a una educación de calidad que les ayude a desarrollar su mente. Aquí no hay pensiones ni subsidios sobre los que discutir. Si pierdes una pierna, te jodes, así de simple. Y ves esto y te puedes llegar a decir (mucha gente se lo dice), "pues no estamos tan mal: aún existen las pensiones. Aún existe el subsidio del desempleo. Aún existe la educación pública. Aún existen hospitales, para los españoles al menos.  Aún, aún, aún". Puedes llegar a pensar: "en España la gente no se muere de hambre, no vive en la calle, hay agua potable".

Pero el fallo está en comparar realidades tan distintas. ¿Qué en Occidente no nos podemos quejar porque no tenemos niños famélicos con ojos y barrigas portuberantes rodeados de moscas? ¿Es que acaso tenemos que llegar hasta ahí para que nos permitan quejarnos?

Esa es la mentira que nos quieren hacer creer: que no nos podemos quejar. Quizá todavía no haya niños deformados por la malnutrición, pero al ritmo que vamos, los habrá. Sin embargo, el problema no es ese "todavía no" por el cual, supuestamente, no nos podemos quejar. Porque la realidad es que ya los hubo. Los hubo, y nos quejamos. ¿Cuántas revoluciones ha habido en Europa desde la Revolución Francesa? Hasta la fundación de Estados Unidos fue una revolución. En Occidente hemos luchado a muerte para acabar con la mala calidad de vida, para poder vivir con algo más que nada, para comer la comida apropiada, para tener condiciones de higiene y limpieza, para tener un servicio de salud, para tener una educación de calidad para todos. Para tener subsidios y pensiones. Queríamos trabajar para vivir, no vivir para trabajar, y ese fue el sueño que Occidente consiguió. Y ahora nos lo quitan; peor, ni siquiera vamos ni a poder vivir para trabajar, porque reducen las posibilidades de empleo. ¿Quién las reduce? No lo sé, pero no creo que sean los ciudadanos en paro. Ellos no se han despedido a sí mismos. 

Es decir, por si hiciera falta decirlo más claro, sí nos podemos quejar. Nos debemos quejar. Estamos en el siglo XXI, han pasado dos y pico desde la Revolución Francesa, y ahora quieren que traguemos sin revolución. La bandera de Occidente siempre ha sido el progreso, un progreso conseguido a base de revoluciones. ¿Qué clase de progreso es este de ahora?


Conseguir todas estas cosas fue un hito histórico que todas las demás naciones quieren imitar. Quieren tener ciudades limpias que sean más cómodas y sanas de habitar, quieren tener una alimentación adecuada para poder desarrollar sus trabajos o sus estudios correctamente, tener un servicio de salud para que las enfermedades no les impidan vivir, quieren tener una educación que les ayude a pensar de manera más inteligente y a crecer, quieren tener una vida un poco menos dura, más tranquila, en la que puedan disfrutar de vivir y no sufrir contando cuánto dinero te queda después de tus 12 horas de trabajo continuado (ya sea en una oficina o en un puesto de té) para poder dar de comer algo a tus hijos ese día.  ¿Y qué hacemos nosotros, que tenemos (o teníamos) como realidad lo que para otras naciones es un sueño inalcanzable? Lo desmantelamos. Perdón: permitimos que lo desmantelen. ¿Quiénes? No lo sé, pero yo no lo estoy desmantelando, y los españoles que estamos o hemos emigrado ya en busca de un medio de subsistencia (¡medio de subsistencia! no es un medio de vida, ¡es de subsistencia! Hay una importante diferencia semántica) para no estar en el salón de casa tirados compadeciéndonos, tampoco lo estamos desmantelando.

Sin duda, algo hemos hecho mal. Nuestro error ha sido confiarnos. Confiar en que lo conseguido no desaparecería. Confiar en que lo que lucharon nuestros antepasados por toda Europa y Estados Unidos era algo histórico y que como la historia, está escrito y no puede borrarse. Confiar en que lo único que puede pasar es progresar, como si estuviéramos de alguna manera bendecidos y nada malo pudiera pasarnos. Y claro, nos hemos despistado, nos hemos despreocupado, y lo peor nos ha sobrevenido: ahora nos quieren hacer creer que "no podemos quejarnos", porque "aún" tenemos algunas cosas.

Pero las manifestaciones de ayer en España me demuestran al menos que hay gente que sabe que no es así. Ojalá hubiera podido estar allí, para gritar bien alto mis quejas. Porque tenemos mil razones para quejarnos.

miércoles, julio 18, 2012

La aventura de extender un visado I

Érase una vez una profesora de español que tras diez meses en India, veía acercarse la expiración de su visado. Previsora, quizá demasiado previsora, tres meses antes fue a preguntar a la Oficina Regional de Registro de Extranjeros (FRRO, en inglés) de Calcuta por el proceso. Como quería irse un mes a España durante sus vacaciones de verano a disfrutar de su familia, sus amigos, y de la tortilla española, preguntó con antelación y se aseguró - le aseguraron - de que no debía preocuparse, que a su vuelta su visado todavía estaba vigente y que podía empezar el proceso de renovación entonces, sin problemas. De hecho, cuando se marchaba apenas podía empezar la renovación. Resulta no está permitido hacerlo con más de dos meses de antelación, y marchándose solo una semana después de empezar el plazo para la renovación, no le iba a dar tiempo a "recolectar" los documentos necesarios. Y menos aún teniendo que, en esa semana, estar presente en los exámenes finales, corregirlos y preparar la maleta. 

Pero como le habían asegurado que podía hacerlo a la vuelta, se tranquilizó. Sin embargo, previsora - porque lo era, mucho - estuvo un mes de un despacho a otro, escribiendo cartas, preguntando y hablando con todo el mundo para conseguir una carta de la universidad firmada y sellada, en la que constara que le habían extendido su puesto como profesora de español un curso académico más. La fotocopió y la guardó cuidadosamente, preparada para enseñarla en cualquier momento a cualquier policía de aduanas que le pusiera pegas a su reentrada en el país. Por suerte, no hizo falta nada de eso, y la carta y sus fotocopias se quedaron en su funda, de plástico, en el equipaje de mano.

Así que, cuando volvió a Calcuta, como una persona normal cuyo visado está a punto de expirar, se acercó a la FRRO tan pronto como pudo con su carta de que tiene trabajo, su pasaporte, su registro de extranjera, su carta diciendo dónde vive, todas sus fotocopias, y 20 fotos carnet por si acaso. Esto fue el primer viernes, cuando por fin había cogido el ritmo a las clases de 40 estudiantes y podía disponer de un poco de tiempo para burocracias. 

La FRRO de Calcuta está situada en una zona central, por desgracia llena de bancos, empresitas y escuelas. Por todo esto, el metro hacia y desde esta parada (Rabindra Sadan) está siempre congestionado: cuando lo coges por la mañana, está atestado hasta esa parada justamente por la gente que va a trabajar o los niños que van al colegio (y sus madres, tengan la edad que tengan los chavales); cuando lo coges después del mediodía, está semivacío hasta esa parada, cuando se llena de colegiales que vuelven a casa (con sus madres, tengan la edad que tengan los chavales), y cuando lo coges por la tarde, te subes en un tren abarrotado de gente que vuelve a su casa después de la jornada de trabajo, y en esa parada intenta subirse aún más gente. Un horror, vamos.

Total, que después de sudar apretujada en un vagón de metro, que con suerte te libras del del aire acondicionado (eso si que es una lata de sardinas), te bajas y descubres que en las taquillas de la estación están haciendo cola 500 personas que no tienen una tarjeta de metro y necesitan comprar el billete, cuando la capacidad de esa zona de la estación debe ser de 100 personas como mucho. De alguna manera consigues llegar a una de las escaleras mecánicas, para descubrir que la que sube está estropeada: para arreglar el tráfico humano temporalmente, han parado también la de bajada y la gente va en fila india subiendo o bajando por una única escalera mecánica que ha dejado de serlo.

Cuando sales, te fijas en el señor que intenta arreglar la maquinaria de la escalera que sube con un simple destornillador...y rezas por que no cause un cortocircuito que estropee los ordenadores de la FRRO.

Porque, efectivamente, tras driblar el tráfico de personas que no ven por dónde andan (o eso te parece a ti, porque a ti no te ven, vamos, eso seguro), de agujeros en las aceras, mendigos y gente repartiendo panfletos de falsas academias que te darán el diploma con el que conseguirás todos los empleos, llegas a una oficina destartalada en la que han instalado ordenadores. No voy a decir nuevos, porque antes es que no había. Ahora hay cuatro ordenadores de una marca desconocida, algo así como una mezcla entre IBM y DHL, puede que IHM, que todavía están montando dos "técnicos": dos hombre jóvenes vestidos de pantalón negro y camisa blanca, uno mirando los cables de la cpu y el otro mirando al uno.

- You are the Spanish teacher, na? María, na? - me dice un hombrecillo al que reconozco de otras veces. Es el único al que se le ve hacer algo: firmar, leer papeles, hablar con los extranjeros. Otros hablan por teléfono con dios sabe quién, otros leen libros, otros miran al aire...En total, debe haber unas seis personas sentadas allí. Porque trabajando, no hay seis. 

Tras explicar por enésima vez que no soy María (me pregunto si es que nos parecemos tanto o es que piensan que todas las españolas nos llamamos María...), sino la sustituta, ya me puedo sentar y empezamos la negociación: ¿qué tal en Calcuta? ¿Has visto el Victoria Memorial? ¿Conoces al profesor Mukherjee? Pues los dos estudiamos juntos chino de pequeños, pero luego lo dejamos, yo empecé a trabajar para el gobierno y él empezó a estudiar español y ahora mira... Entre pregunta y pregunta le voy entregando los papeles:
- No has puesto tu altura en el formulario online - no era obligatorio...- escríbelo a boli. - Si lo puedo escribir a boli, ¿por qué demonios tengo que hacerlo online en un límite de tiempo de media hora?
- Esta fotocopia se ve mal. Haz otras. - Bueno, esta es verdad. Las fotocopias eran viejas y con la humedad de Calcuta, ya se sabe...
- Esta carta pone "To whom it may concern". No vale - aunque sí valió para el registro de extranjeros, la misma carta, para renovar, parece que no vale.. - Tiene que decir "Para el Encargado de la Oficina Regional de Registro de Extranjeros, 237 AJC Bose Road, Kolkata-20".

Tomo nota de todo, me voy sin conseguir nada. En la universidad revoloteo por distintos despachos, escribo una carta, voy a ver al Assistant Secretary, pero está ocupado tomándose su postre - mishti doi, a las 3 de la tarde. Espero un rato fuera mirando como empieza a lloviznar. No han pasado ni cinco minutos y ha salido a buscarme a ver que pasa. Le explico lo de mi visado, la carta, mientras gente entra y sale pidiéndole una firma. Le llaman tres veces por teléfono, y él llama una vez también, mientras habla conmigo. Al final, le convezco para que me escriba una carta que no ponga "To whom it may concern", sino todo el rollo de la FRRO. Al final acabo dictándole yo misma la carta a un jovencillo que anda por allí y al que el Assistant Secretary le pide que mecanografíe en el ordenador. ¿Será el secretario del secretario?

Pero yo salgo como unas pascuas, porque he conseguido mi carta el mismo día que la he solicitado, en apenas media hora, y hasta yo misma he podido revisar lo que se escribe para asegurarme de que es lo correcto. Nunca me había salido nada tan bien. El lunes vuelvo a la FRRO y la entrego y listo. Ah, pero tengo que hacer fotocopias de esta carta también....

Y así, la profesora de español pasó un fin de semana tranquilo, pensando que estaba todo solucionado y que el lunes se acabaría la FRRO por una temporadita. Pero las cosas nunca son como uno se piensa, y menos en Calcuta.

En el siguiente episodio, la amenaza del Form-16 y cómo "cinco minutos" significa, en realidad, "dos horas".

martes, julio 10, 2012

De nuevo en Calcuta

Me cuesta escribir "de nuevo". ¿Realmente estoy aquí otra vez? En cierto modo, me parece que no he vuelto, como si nunca me hubiera ido. ¿Realmente me he pasado un mes en España? Parece todo un sueño, y aquí estoy como ayer, exactamente igual. Hasta las cosas que dejé en la nevera siguen allí donde las puse, a pesar de que dije a los conserjes que se las podían comer si querían. Pero si no querían, podían haberlas tirado también, que ya están pasadas...

Total, que aparte de una nevera un poco más sucia - ya la limpiaré el fin de semana, porque si no lo hago yo no lo hace nadie - lo demás sigue igual. Es como si la gente que hace un mes vi sentada en la calle tomando un té hubiera seguido allí, como estatuas, hasta que he llegado yo y todo ha vuelto a moverse. Es totalmente falso, por supuesto, pero toméis esto como una muestra de egocentrismo, como esos niños que si cierran los ojos creen que el mundo desaparece. Cuando vuelvo a España noto que las cosas han cambiado, pero aquí, quizá porque ha pasado muy poco tiempo (un mes no es nada), no sé, hay una sensación de continuidad. Esa continuidad es tan grande que en cierto modo me he alegrado de  que así sea: porque me sigo sintiendo segura, sigo sabiendo donde comprar el yogur y sigo recordando y entendiendo bengalí, y el metro sigue funcionando igual, los precios de los autorickshaw no han cambiado; total, que no meto la pata más que antes, sino un poco menos cada vez. 

Y también, porque me siento menos extranjera. No es como la primera vez que vine a Calcuta, que todo me parecía extraño, más que extraño casi extravagante, por las tremendas diferencias con Bangalore. Ahora no, no estoy tan perdida, sigo recordando el camino a mi casa a pie incluso metiéndome en las callejuelas. Pero no sólo eso, sino que algunas personas se acuerdan de mí, como los vigilantes del campus, el dueño del pequeño supermercado donde hago la compra grande, el chico de la tienda de fotocopias, la señora que me vendía té delante de la universidad.

Entre las cosas que crean este sentimiento de continuidad, además de la ciudad en sí, es el trabajo, por supuesto. El trabajo que ya he empezado hoy mismo, a pesar de haber llegado ayer. Hoy tenía la presentación del curso de Certificado, el inicial, con la sorpresa de tener nada más y nada menos que 41 alumnos. No 40, no 45, no: 41. Y han venido casi todos. 

Aunque solo fue una presentación breve, de una hora, ya que la clase la empezamos de verdad mañana, me ha gustado mi grupo. Hablé absolutamente todo en español, y me entendieron bien, a pesar de que para muchos es su primer contacto con el español. Como esto es India, ya sé que muchos van a abandonar a lo largo del curso, pero los que se queden, sin duda serán sinceros, porque a pesar de las dificultades iniciales (una profesora que solo habla en un idioma que todavía no entiendes, es todo un desafío) no se habrán rendido.

Así que, aunque adormilada - ahora no, como son las horas de "acción" en España...al horario todavía no me he adaptado :( - estoy muy animada. Sobre todo, después de la clase-presentación, tenía mucha energía. Me viene bien, porque mañana, tengo más...

jueves, julio 05, 2012

Os doy una canción

Casiopea by Silvio Rodríguez on Grooveshark

Como una gota fui de la marea, 
la playa me hizo grano de la arena. 
Fui punto en multitud por donde fui, 

nadie me detectó y así aprendí. 
Cuando creí colmada la tarea 

volví mi corazón a Casiopea. 
Cumplí celosamente nuestro plan: 
por un millón de años esperar. 
Hoy llevo el doble dando coordenadas 

pero nadie contesta mi llamada. 
¿Qué puede haber pasado a mi señal? 
¿Será que me he quedado sin hogar? 
Hoy sobrevivo apenas a mi suerte 

lejano de mi estrella de mi gente. 
El trance me ha mostrado otra lección: 
el mundo propio siempre es el mejor. 

Me voy debilitando lentamente 
Quizás ya no sea yo cuando me encuentren.

lunes, julio 02, 2012

Castilla y León

Esta semana he ido a Salamanca, la ciudad en la que tantos años he pasado. Volver a pasear por las mismas calles, ver los rostros de la gente que me suena, los mismos bares, las mismas librerías, las mismas tiendas, ha sido un ejercicio de memoria y nostalgia. Aunque hay novedades, como siempre, pero los elementos básicos que conforman "mi" Salamanca, siguen ahí: Anaya y Caballerizas, La Alamedilla, La Polémica, El Cambalache y los pinchos de Van Dyck. Y los amigos, aunque cada vez queden menos allí.

La verdad es que cada vez que voy a Salamanca me sorprende el color y la luz del cielo, tan azules, y el color de la piedra rosa de los edificios, el tono amarillo del sol, el verde de la cantidad de parquecillos y jardincillos que tiene. Es algo que es imposible de explicar, en realidad, ni con una foto se le hace justicia.

Por supuesto, fui de pinchos, a recuperar las buenas costumbres. Consejo para vegetarianos: si buscas, hay bastante más que tortilla de patatas (o patatas bravas si no comes huevos). En el Monocordio hay unas buenas tostas de queso ademas de una ensaladita de tomate y queso fresco a la vinagreta, en el Casa Vallejo, una tosta de verduras impactante, y antes tenían gazpacho (no sé qué les ha pasado este año), incluso en Van Dyck, donde tantos sitios de carne hay, el queso es un gustazo, y los pimientos de padrón son fáciles de encontrar. Y hay un bar pequeñajo, destartalado, el típico al que iría el lugareño de Van Dyck entrado en años y con camisa a cuadros, llamado "Su casa", que pone unos pimientos rojos asados para chuparse los dedos.


El Monocordio, en Iscar Peyra.


Huevos rotos, un clásico, en Van Dyck

Cada vez que voy a Salamanca, me da pena irme.

Pero me fui, a una boda en Ávila, de una pareja española que conocí en.... ¡Bangalore! Si es que el mundo es un pañuelo. A pesar de haber estado 6 años en Castilla y León, solo conozco Salamanca y un poco de Burgos. Era la primera vez que iba a la ciudad amurallada, a la que siempre he querido ir desde que la vi desde el tren a Madrid.


Ávila, la foto que nunca puedo hacer bien desde el tren (pero se encuentra en el banco de imagénes del Ministerio de Educación)


La catedral, por dentro


La boda

Ávila es una ciudad pequeñaja, en cuyo centro, el amurallado, no debe haber nada más que bares y hoteles y cuatro tiendecitas. El hotel donde se celebraba el banquete de la boda, de 4 estrellas, tenía un aspecto impresionante, digamos que incluso abrumador, sobre todo para alguien no acostumbrado al lujo, como yo. En mi habitación individual había una cama en la que podían dormir perfectamente cuatro personas. Le faltaba un balconcillo un poco más amplio, eso sí. 


Cuatro mínimo, digo yo.


Las mesas del banquete

Y pesar de que la recepción, la boda en sí, e incluso yo diría que hasta el aperitivo del banquete fueron estupendos, no puedo decir lo mismo de la comida. No comí practicamente nada, ni siquiera con mi menú supuestamente adaptado a vegetarianos. En vez de la lubina, me trajeron un saquito de pasta filo carente de todo sabor, ni siquiera le echaron sal, relleno de cebolla roja. Que me comí porque tenía hambre, vamos. Luego, en lugar del solomillo crudo, me trajeron un risotto perfectamente emplatado con un molde cilíndrico, que sabía a atún a pesar de ser, como descubrí tras una inspeccción con el tenedor de los contenidos del arroz, que era de setas. Digamos, de champiñones de lata de esos sin laminar. 


El risotto: bonito (?) e intragable

El postre fue... apoteósico. El nombre sonaba estupendamente: gulab jamun con helado de vainilla. 
Pusieron el nombre para ponernos los dientes largos a los que vinimos de India, está claro. 

En mi mente, el gulab jamun:

Mmmmmm..............

Y la realidad: dos bolas demasiado fritas, unas galletas de mantequilla crujientes con formas "indias" (supongo que el elefante se les ocurrió por eso, por que si no, no me lo explico), y un helado de vainilla totalmente insípido. 


Moraleja: no comáis nunca nada indio fuera de India. Ni italiano fuera de Italia. 

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